La bruja de la verdad by Susan Dennard

La bruja de la verdad by Susan Dennard

autor:Susan Dennard [Dennard, Susan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 2019-05-06T00:00:00+00:00


VEINTIUNO

Aunque Aeduan había tardado pocos minutos en conseguir que el emperador Henrick lo contratara, para cuando su nuevo compañero, el petimetre del príncipe Leopold, y su escolta de ocho bardas infernales salieron de palacio, todo el tiempo ganado se había echado a perder.

Dos horas después de abandonar el despacho privado del Dogo, Aeduan avanzaba a paso ligero al lado del carruaje de Leopold, en dirección al Distrito del Muelle Sur. El tráfico era denso. La gente había acudido desde todos los rincones de Veñaza para ver «las cenizas del palacio del Dogo». O como decían casi todos, «lo que habían hecho esos marstokíes tragafuegos, malditos fueran tres veces».

Aeduan no tenía ni idea de cómo había empezado ese rumor, pero sospechaba que era intencionado. Tal vez un guardia de palacio bocazas se había ido de la lengua, pero también era posible que algún diplomático belicista hubiera difundido deliberadamente el rumor. El caso era que se respiraba una gran animosidad hacia los marstokíes en las calles y los puentes de Veñaza por los que pasaba Aeduan (malas noticias para la renovación de la Tregua de los Veinte Años), y toda aquella situación parecía dirigida. Planificada. Alguien quería que Marstok se convirtiera en el enemigo.

Aeduan guardó esa sospecha para cuando informara a su padre.

También se guardó el hecho de que, tras recorrer apenas dos calles a paso ligero, de los ocho bardas infernales al servicio de Leopold únicamente su comandante parecía respirar con normalidad dentro de su yelmo.

Menuda fuerza de élite.

Pero lo cierto era que el propio Aeduan se sintió vergonzosamente agotado cuando el carruaje de Leopold entró traqueteando en el Distrito del Muelle Sur, donde estaban anclados los barcos cartorrianos.

Casi había anochecido; los músculos de Aeduan, recientemente curados, ardían por el esfuerzo. El calor de las calles abarrotadas hacía que le picara la piel regenerada. Además, sus viejas cicatrices sangraban de nuevo, por lo que su única camisa limpia ya estaba llena de manchas de sangre.

Aeduan se moría de ganas de llevar a cabo su venganza (fuera cual fuera) cuando encontrara de nuevo a esa bruja de los hilos.

Leopold bajó del carruaje y salió al cálido atardecer. Llevaba un traje de terciopelo azul verdoso demasiado refinado para navegar, y de su cinto pendía una espada ropera con empuñadura de lazos de oro, más bien para alardear que para utilizarla.

Pero el dinero era el dinero, y en el carruaje estaba guardada la nueva caja de caudales de Aeduan, repleta de tálaros de plata, y eso hacia que valiera la pena asarse al sol y escuchar la interminable retahíla de protestas de aquel príncipe engreído.

—¿Qué es ese hedor? —exclamó el príncipe, tapándose la boca con una mano enguantada.

Al ver que ninguno de los bardas infernales se adelantaba para responder, y que de hecho se alejaban un poco para fingir que no le oían, como si quisieran evitar intencionadamente conversar con su príncipe, la responsabilidad recayó sobre Aeduan.

—A lo que hiede —dijo sin miramientos— es a pescado.

—Y a las heces de los sucios dalmotti —bramó un hombre barbado que se acercaba por el embarcadero.



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